Democracia Delegativa vs Democracia Participativa y
Protagónica
A propósito de las Leyes
Habilitantes y el Protagonismo Popular
Nosotros somos representantes, pero
hemos jurado darle vida a una democracia no representativa, sino participativa
y, más allá, protagónica. Somos una contradicción.
Hugo Chávez Frías
Introducción:
Como consecuencia de la crisis
generada durante la década de los 80 y comienzos de los 90 del siglo pasado, el
debate en América Latina en torno al Estado se centró en la necesidad de
reducir su capacidad monopolizadora en la toma de decisiones. Para muchos
analistas el programa neoliberal irrumpía como la mejor alternativa
ante un Estado que se mostraba incapaz e ineficiente a la hora de resolver los
graves problemas económicos por los que atravesaban gran parte de los países de
la región. Presionados por organismos financieros y económicos mundiales (FMI,
BM, BID, OMC) diferentes jefes de Estados implementaron -en algunas ocasiones
de manera inconsulta- un conjunto de medidas económicas (reformas) que
intentaban resolver los problemas generados por un desmedido uso y abuso del
gasto público, una sobredimensionada estructura burocrática, así como, un tipo
perverso de intervencionismo de Estado que en los años 80 derivó en problemas
de crecimiento, control de la inflación, generación de empleo y déficit fiscal.
Se presagiaba que nuevas formas de
organización política y económica (corporativas, organizaciones no
gubernamentales, asociaciones civiles u organismos supranacionales mundiales)
tendrían mayores niveles de éxito a la hora de superar los problemas de eficacia
y eficiencia producidos por un tipo perverso de intervencionismo estatal que
derivaba en problemas de crecimiento, control de la inflación y generación de
empleo, así como, en recurrentes déficit fiscal. Nuevas formas de organización
social y económica más eficientes reclamaban el poder del Estado para suplir
las necesidades con criterios de racionalidad privada (corporativa) en el que
el Estado dejaría de ser una estructura ineficiente y parasitaria para
convertirse en una moderna empresa generadora de rentabilidad según la nueva
lógica corporativa (Andara, 2011).
Para los tecnócratas de formación
neoliberal, el Estado y su lógica de racionalidad centralizadora y
concentradora de poder político se había convertido en una fuerza que bloqueaba
el dinamismo de la sociedad plural libre. En otras palabras, el Estado
entorpecía la capacidad auto reproductiva de la sociedad civil al imponer
límites y trabas burocráticas legales excesivas al desarrollo de la sociedad
libre, tanto en pensamientos (opinión pública) como en hechos materiales
(economía de libre mercado).
Ante la ineficiencia de un Estado
paralizador de la actividad privada y obstaculizador de la fuerzas libres de la
sociedad, la única solución que se proponía era sustituirlo con un mercado
desregulado y eficiente donde las fuerzas plurales de la sociedad civil
pudieran dirimir sus intereses según la nueva lógica de la cooperación social
(ganar/ganar).
Dentro de este festín neoliberal anti
estatista, se asumió la tarea de reducir el papel que el Estado había jugado en
nuestro particular devenir histórico. Fue así como agobiados por los graves
problemas económicos y ante una creciente crisis institucional, los gobiernos
de turno -asesorados por organismos financieros internacionales (F.M.I, B.M, B.I.D)-
emprendieron la tarea de reformar el Estado desde el Estado mismo. El Estado
debía auto-desprenderse de la acumulación de poder burocrático (el ejercito de
funcionarios disciplinados y redes de instituciones públicas), del poder
infraestructural (capacidad de penetrar efectivamente a la sociedad civil) y de
la autonomía de poder (capacidad de imponer sus decisiones sin el concurso de
la sociedad civil) que había acumulado -cual Leviatán- a lo largo de su
historia. (ibid).
Para algunos analistas (Baldioli-Leiras,
2010), el discurso de legitimación del orden neoliberal se sostenía en la
liberación de fuerzas y energías contenidas las del capital regulado por el
Estado o contrapesado por las fuerzas del trabajo organizado- que podían
generar situaciones de crisis y/o resistencias a sus claros efectos perniciosos
y que derivarían en estados de excepcionalidad. Se hacía
necesario precisar mecanismos de auto-estabilización y control en la
organización y funcionamiento del libre mercado. Es decir, reducir al Estado al
simple papel de estado policía encargado de velar por la preservación del
correcto orden social. En este sentido, una legitimación eficientita y
una gestión decisionista se hacían necesarios tanto para desmantelar el aparato
estatal como para neutralizar las posibles resistencias a dicho
desmantelamiento.
Sin embargo, la historia ya es
conocida: el Estado no desapareció. El limitado papel que ahora se le asignaba
lo hacía imprescindible para garantizar las nuevas reglas de juego en las que
pudieran desencadenarse las fuerzas libres del mercado y la nueva
lógica corporativa. El nuevo orden (neoliberal) no podía legitimarse sino a
partir de una lógica eficientista que pudiera darle salida a una situación
-algunas veces exagerada, otras reales- que conspiraba en contra de la
gobernabilidad y la calidad institucional democrática.
Dado que los órganos de control
horizontal y los procesos deliberativos se mostraban ineficaces frente a la
crisis, el descontento ante a la ineficiencia y obsolescencia del aparato
estatal conspiró a favor de la legitimación de ciertas formas de ejecutivismo
decisionista ensayadas y aplicadas por varios presidentes en la
región (Baldioli-Leiras, 2010). La demanda de decisión eficaz muchas veces
exacerbada- terminó legitimando el argumento decisionista. Todo esto, mientras
se sobreimprimía en el imaginario político clásico populista la
conjunción: libre mercado-democracia de élites (Leiras,
2008).
Todo hacía presagiar la
autotransformación del Estado. No obstante, varios factores se conjugaron para
que el Estado no emprendiera su propia transformación. Por un lado, muchos
políticos comprendieron que buena parte de sus intereses políticos-electorales
giraban y dependían (bien sea por influencia, prestigio o poder) del Estado más
que del mercado. Por otro lado, algunos organismos internacionales (Banco
Mundial, por ejemplo) se percataron que los mecanismos de desarrollo no serían
posibles sólo desde un mercado autorregulado obviando al Estado y a la
sociedad. De igual modo, se comprendió que el Estado seguía siendo el espacio
fundamental para la resolución de los conflictos sociales. Amen, que seguía
siendo la institución básica indispensable para ejercer el control (seguridad)
sobre el territorio en contra de nuevas formas de criminalidad (narcotráfico,
terrorismo, delincuencia organizada, etc.). Por último, muchas de las grandes
corporaciones internacionales relacionadas con los mercados internacionales demostraron
ser ineficientes administrativa y gerencialmente, echando así por tierra, la
idea de que para que el Estado fuese eficiente debía seguir la lógica gerencial
corporativa. (Andara, 2011).
En medio de este sombrío panorama,
la democracia como sistema político terminó convertida en un
simple apéndice de las grandes corporaciones. La democracia ya no era entendida
como una forma de gobierno en el que la voluntad soberana es de todos y para
todos, sino que se buscaba reducirla a su más mínima expresión (el derecho al
voto). Es decir, una nueva concepción de la democracia donde sólo las élites a
través de los tradicionales mecanismos de representación- pudieran tener el
control en las tomas de decisiones, evitando a toda costa cualquier forma de
participación activa y directa de los ciudadanos en la gestión colectiva de la
sociedad.
En el marco de este proceso de
transformaciones la democracia quedó reducida a un simple espacio para la
competencia entre gestores de lo público que permitiese la selección de elites
eficientes. Muy al contrario de lo planteado por el pensamiento liberal donde
la idea de democracia se encuentra asociada a conceptos como democracia
directa, participación popular, representatividad, autogestión colectiva, se
consideró perniciosa y, hasta peligrosa- la idea de la democracia como
participación activa y protagónica de la ciudadanía en el control de la gestión
pública. Producto de estas restricciones la democracia terminó convertida en
una mercancía más dentro del mercado desregulado neoliberal.
Se llegó incluso a presuponer que la
mejor forma de evitar la intromisión del Estado en asuntos propios de la
racionalidad gerencial corporativa era incorporando contenidos normativos
específicos que garantizaran el monopolio de ciertas decisiones a instituciones
o mecanismos en donde no funcionara la democracia, por ejemplo, mediante la
ampliación de facultades al Poder Ejecutivo, o bien, otorgando completa
autonomía a ciertas instituciones del Estado. (Baldioli-Leiras, 2010).
Surgió así, una forma de decisionismo
presidencialista (idem) cuya naturaleza se contrapone al orden
político representado por el Estado de raíz liberal-contractualista y como
pacto de sociabilidad y autogobierno. A raíz de las dificultades de la
democracia en resolver los graves problemas que la nueva realidad le planteaba
en términos de legitimidad, se le dio énfasis a la matriz hobbesiana -en tanto
que pacto de sujeción- a fin de controlar y organizar la violencia necesaria
ante cualquier peligro que amenazara la seguridad jurídica y la confianza
macroeconómica en los mercados.
Para Baldioli-Leiras (2010), se
trataba de asegurar una doble tarea: reconstruir o defender un núcleo
constitutivo del orden político la decisión soberana en tiempos excepcionales-,
y garantizar una determinada racionalidad en el funcionamiento de la sociedad
sustentada en la lógica del mercado (p: 47). Es así como, ante los
procesos inflacionarios de Argentina en 1989, y Brasil a comienzos de la década
de 1990, y la guerra interna de Perú hacia finales de la década de 1980 claros
ejemplos de situaciones de excepcionalidad- entran en la escena política de
nuestro continente distintas variantes de lo que algunos han llamado neoconservadurismo
populista de mercado (Pinto, 1996) junto con una forma de decisionismo
presidencialista (Baldioli-Leiras, 2010), cuyo claro propósito era dar
respuesta a dichas emergencias.
Estas formas de neodecisionismos*
se caracterizan al igual que el decisionismo clásico- por apelar a la
excepcionalidad para cooptar a la sociedad en su conjunto y asegurar así la
gobernabilidad. Como modelo político se funda en el principio de la necesidad
de un liderazgo fuerte que sea capaz de solucionar situaciones de crisis
(emergencia) que amenazan con resquebrajar el orden constitucional y la paz
social. Para algunos analistas, es sólo un modelo autoritario y centralista del
ejercer el poder político, de imponer una decisión sin el mayor consenso y sin
la mayor deliberación pública posible (Andara, 2011). Para otros, es un recurso
legítimo -muchas veces necesario- para garantizar la gobernabilidad en
situaciones de excepcionalidad genuina que atentan contra el orden
constitucional y la paz interna (Flax, 2011a).
En todo caso, el uso
indiscriminado del término exige realizar las debidas distinciones a fin de
evitar caer en las comunes confusiones conceptuales que vienen arrastrando
algunos teóricos y analistas, que impiden una correcta interpretación de
ciertos fenómenos políticos como la transformación estructural por el que ha
atravesado en las últimas cuatro décadas el modeloestatal-nacional- que
ocurren en nuestro continente. Una de estas confusiones es establecer una
supuesta relación ideológica entre el modelo decisionista aplicado en algunos
países de Sudamérica (Bolivia, Ecuador, Venezuela) con los regímenes
totalitarios de los años treinta y cuarenta del siglo pasado (Andara, 2011).
Si bien es cierto, que en
algunos gobiernos (Menen, Fujimori, Fernando Color de Mello, Abdalá Bucarám) se
apeló a una nueva lectura de Carl Schmitt (principal teórico del decisionismo)
que permitió cierta reivindicación de sus ideas haciéndolas útiles como punto
de partida para abordar la realidad sudamericana de los años 90; no creemos que
pueda compararse el decisionismo-autoritario-antidemocrático de
Menen o Fujimori, con el decisionismo-transicional-democrático de
Correa, Evo Morales, Kirchner o Hugo Chávez (Flax, 2011a).
En este sentido, aun cuando en ambas
formas de decisionismos se apela al Estado de Excepción de
Schmitt con el fin de garantizar un principio de orden público en
contextos de caos social e ingobernabilidad a partir de la toma de decisiones
por parte de una autoridad soberana (Schmitt, 1985); en el caso del
decisionismo dictatorial se recurre al principio de la excepcionalidad (bien
sea, exagerándola, provocándola o aprovechándola) para vulnerar el orden
constitucional y concentrar el poder de decisión como técnica de dominación
política (Flax, 2011a). En el caso del llamado decisionismo-transicional-democrático,
por el contrario, se pretende recuperar el papel regulador del Estado para
garantizar y, en algunos casos ampliar- la democracia constitucional en
términos de libertades políticas y calidad institucional.
Ahora bien, indistintamente de sus
fines y diferencias, lo que parece evidenciarse es que gobernar en un contexto
de excepcionalidad política se ha convertido en una norma en América Latina
(Aganben 2004, en Baldioli-Leiras, 2010). Esto ha permitido una autonomía de
poder del Estado, que para algunos analistas ha sido posible, o bien por cierta
forma de centralismo político que ha fortalecido las atribuciones del Poder
Ejecutivo (Hiperpresidencialismo) en detrimento de otros poderes
públicos y sectores de la sociedad (Andara, 2011); o bien, por la
implementación de las llamadas democracias delegativas, tanto en su
versión tecnocrática de los años ochenta y noventa del siglo pasado, como en su
actual versión decisionista del siglo XXI (O'Donnell, 2011). De cualquier modo,
no puede negarse que la excepcionalidad ha pasado a convertirse en regla de
funcionamiento de algunas democracias en la región de manera general
(Baldioli-Leiras, 2010).
I. Democracia Delegativa y
Decisionismo Transicional Democrático. Apuntes para una apreciación positiva
del decisionismo en Venezuela.
El inicio de la década de los 80 del
siglo pasado representó para gran parte de América Latina el comienzo de un
nuevo capítulo en lo que a materia institucional y representación política se
refiere. Se pensaba que los nuevos regímenes democráticos centrados en el rol
de los partidos políticos y del sistema de partidos como protagonistas
centrales del proceso democrático, subsanarían los daños institucionales
causados por las dictaduras y otros regímenes autoritarios y de exclusión
impuestos durante la década de los 70.
El proceso de democratización se
desarrolló enmarcado en un escenario de crisis producido por la exorbitante
deuda externa de la mayor parte de los países que venían de salir de una
dictadura. Esto repercutió ostensiblemente en que la reapertura democrática se
viera afectada por serios conflictos y tensiones producidos tras el fracaso en
la implementación de diferentes planes de estabilización económica por parte de
los gobiernos de los países respectivos. En este sentido, sostienen Baldioli y
Leiras:
La pesada herencia recibida de los
regímenes autoritarios no pudo ser manejada eficientemente con medidas
económicas oportunas. A la crisis y estancamiento productivo sufrido en países
como Argentina, Brasil, Perú y Bolivia se le sumo una crisis inflacionaria
perdurable y en crecimiento, que llegaría a transformarse en el más temible
escenario de hiperinflación (Baldioli y Leiras, 2010: 55).
Como puede apreciarse, la inserción
del modelo democrático-representativo en gran parte del
continente se dio en un contexto regional signado por una profunda crisis
económica (hiperinflación, recesión, deuda externa, déficit fiscal) a la par de
un contexto internacional caracterizado por la hegemonía ideológica y política
del neo-conservadurismo en Estados Unidos e Inglaterra, así como, del
neoliberalismo económico en los países de Europa continental (Bosoer y Leiras:
1999). Esto impulsó un nuevo proyecto de reconstrucción y redefinición del
poder estatal, con políticas destinadas a promover la libre economía del
mercado, en sus tres principales dimensiones: ideológica (neodecisionismo), burocrática-funcional (reforma
del Estado) y jurídico-institucional (reforma constitucional).
(Baldioli y Leiras: 2010).
Se emprendió, de esta manera, la
tarea de transformar el Estado desde adentro, es decir, desde el Estado mismo.
La idea era, que cual mito de la muerte de Hércules se fuera
desgarrando a sí mismo. (Andara. 2011). Todo esto hacía presuponer que el
Estado en su forma liberal-contractualista como pacto de
sociabilidad y autogobierno desaparecería. En otras palabras, su rol quedaría
limitado a la simple tarea de garantizar reglas básicas de convivencia social
que facilitaran el libre funcionamiento del mercado.
La ortodoxia neoliberal exigía un
proyecto de sociedad integral que no se limitaba únicamente a incidir en el
terreno de lo económico, sino también abarcaría al régimen político. En el
reconocimiento de que el paquete de medidas (reformas) generaría efectos
desfavorables en los sectores de escasos recursos y en los trabajadores, el
Estado quedaría reducido a un simple Estado policial que velaría por el
fiel cumplimiento del ajuste estructural promovido por los organismos
internacionales.
Dentro de esta onda anti-estatista,
muchos gobiernos en América Latina en un intento desesperado por paliar la
crisis, se embarcan en la tarea de redefinir el papel del Estado y sus
modalidades de relación con la sociedad civil. Se lleva adelante la reforma del
Estado (apertura económica, privatización, descentralización, reducción del
aparato burocrático), pero éste antes que desaparecer, vio crecer sus
posibilidades de incrementar su autonomía de poder ante el fracaso de las
políticas económicas implementadas en materia de equidad distributiva y
reducción de la pobreza. Al respecto, afirma María Laura Lepre:
El estallido de la pobreza en el cono
sur a fines de la década del 80 daría lugar a una segunda fase evolutiva: un
aggiornamento del programa neoliberal () Este aggiornamento revalorizó el papel
del Estado, generando una mayor intervención pública con fines distributivos.
La redistribución quedaría limitada a la acción pública estatal, y en especial
a ciertas prestaciones sociales (salud, educación, por ejemplo), dando un
fuerte énfasis en los pobres y sobre todo en las franjas de pobreza
extrema. (Laura Lepre: 2008: 3)
Los resultados no se hicieron
esperar:
En los 90 los resultados sociales en
América Latina habrían sido desfavorables, e inclusive habría un mayor
deterioro de cara a los 80, se estaría relatando la historia de un fracaso.
Ante ello la banca multilateral corrobora el rumbo y propone las denominadas
Reformas de segunda generación. Estas traen consigo algunas novedades en
materia institucional por ejemplo la lucha contra la corrupción. Pero por sobre
todo implicarían más ajustes. Así se agudizará la matriz de distribución
fuertemente restringida precedente e incluso sus eslabones regresivos (por
ejemplo, la flexibilización laboral), cabe esperar así un mayor deterioro social.
(idem).
Y, miren si lo hubo. Las nuevas
reformas implementadas a comienzos de la década de los años 90 del siglo
pasado, con sus consecuencias sociales respectivas, dieron lugar a tal
descomposición del universo político, que muchos teóricos y analistas se vieron
en la necesidad de redefinir la naturaleza del orden político representado por
el Estado. Surge así, una nueva forma de centralismo político fuertemente
arraigado en la figura del Presidente (Poder Ejecutivo) que abrogándose las
prerrogativas y el performance de un Ejecutivo decisor, establece su supremacía
indiscutida sobre los demás poderes como guardián del orden político y
constitucional y gran expedito reformador económico y administrativo.
(Bosoer y Leiras, 1999).
Se desarrollaron, desde el punto de
vista teórico, nuevos abordajes y reformulaciones en relación a los modelos de
democracia instaurados en América Latina y los mecanismos de representación
política. Uno de estos abordajes se centró en el carácter delegativo de
ciertas democracias, que suponen un tipo de representación en la que se
privilegia la voluntad subjetiva de ciertos liderazgos en situaciones
excepcionales:
La década de los 90 impuso, un cambio
de perspectiva en el análisis de las nuevas democracias. De la descripción del
proceso transicional se pasó a los intentos para caracterizar y denominar a
estas democracias latinoamericanas (y en algunos casos a las que están
surgiendo en los ex países comunistas) que se presentaban con rasgos diferentes
a las democracias consolidadas, a la vez que se intentó construir tipologías
que pudieran abarcar a todos los casos de democracias reales. Se inicia,
entonces, la búsqueda de un adjetivo que califique a las nuevas democracias.
Los ejemplos más relevantes de estos intentos lo constituyen Guillermo
O'Donnell con sus democracias delegativas, James Mallo con sus democracias
híbridas y Heinz Sonntag con las democracias condicionadas (Respuela, Sofía:
1996: 2).
En lo que se refiere al término democracia
delegativa, sabemos que la categoría fue creada por el politólogo argentino
Guillermo O'Donnell en la década de los 90 del siglo pasado en un intento por
repensar las democracias en proceso de consolidación en la región y alejadas de
los parámetros que definen hoy como los propuestos por Robert Dhal, por
ejemplo- a las democracias institucionalizadas propias de los países
capitalistas desarrollados. Para O'Donnell, este tipo de democracia suele
surgir en períodos de crisis, aunque aclara, que no todo tipo de crisis genera
democracias delegativas. Son democráticas por una doble razón.
Una, por su legitimidad de origen, es decir, son gobiernos que surgen de
elecciones limpias y razonablemente transparentes. Otra, porque se mantienen
vigentes libertades políticas básicas como: libertad de expresión, reunión,
asociación y movimiento. No obstante, a pesar del carácter democrático que
O'Donnell le confiere a este tipo de democracias, no las considera
representativas en el sentido liberal del término, pues tienden a no reconocer
los límites constitucionales y legales de los poderes del Estado. En otras
palabras, suelen ser más democráticas, pero menos liberales que las democracias
representativas. En este sentido, afirma O'Donnell:
La democracia representativa contiene
un elemento de delegación: la ciudadanía le confiere a sus representantes
autoridad para tomar desde el Estado decisiones vinculantes y eventualmente
respaldadas por la fuerza coercitiva de ese Estado. Pero en la democracia
representativa ese elemento de delegación incluye que el comportamiento de los
representantes debe controlarse a los controles y procedimientos establecidos
por el marco constitucional/legal de la misma; el círculo legítimo de flujo y
aplicación del poder político implica esa distribución pluralista de diversos
poderes e instituciones establecidos. En cambio, y en fundamental contraste, la
DD tiende al monismo y, según lo expresado arriba, intenta lograrlo: la única
fuente y lugar institucional de la autoridad es el Poder Ejecutivo. El tipo
delegativo es democrático, por las razones ya expuestas en II.2.; pero por lo
aquí enunciado no es ni quieres ser representativo (O'Donnel: 2011: 23).
Esta autoconcepción de considerar al
Poder Ejecutivo como la fuente y lugar institucional de toda autoridad,
le confiere a la figura del Presidente el poder para asumirse
como la encarnación, o al menos el más autorizado para custodiar e interpretar
los grandes intereses de la nación. En consecuencia, se eleva por encima de los
demás intereses e instituciones de la sociedad (inclusive los partidos).
El paralelismo con el decisionismo
político de Schmitt, es claro. Si el decisionismo se entiende comouna
estrategia para gobernar en situaciones de excepcionalidad, un gobierno que
necesite de un fuerte liderazgo autorizado, encontrará en el marco de la
llamada democracia delegativa un sólido fundamento teórico para monopolizar la
toma de decisiones. Para O'Donnell, la creciente y cada vez más grave tendencia
hacia la extra-limitación de los poderes ejecutivos, el propósito de controlar
férreamente varias accountabilities (poderes autónomos), así
como, la acentuación del discurso salvacionista, implican un claro riesgo de un
deslizamiento hacia el autoritarismo.
Visto desde una perspectiva
decisionista como la propuesta por Schmitt, el temor de O'Donnell pareciera
estar bien fundamento, pues la gesta salvacionista que promovieron algunos
líderes en la década de los 90 (Menen, Fujimori, Collor De Mello, Bucaram)
ciertamente llevaron a claras transgresiones en la institucionalidad
democrática. En este sentido, nos dice O'Donnell: Lo anterior plantea
una duda refiriéndose a los nuevos casos de DD: los gobiernos de
Kirchner, Correa, Ortega, García, Chávez y Uribe- para la que no veo
respuesta cierta, al menos con la información hoy disponible: ¿hasta qué punto
los líderes de las DD son real, sinceramente democráticos?. (ibid: 29). Sin
embargo, creemos que estas dudas bien pudieran disiparse si se hiciera una
rigurosa distinción entre democracia delegativa y decisionismo transicional
democrático. Pues, es claro, que no todo decisionismo desemboca
irremediablemente en autoritarismo.
Para O'Donnell, las DD constituyen
democracias en el sentido que cumplen con los criterios propuestos Robert Dahl
para la definición de poliarquía: funcionarios electos, elecciones
libres e imparciales, sufragio inclusivo, derecho a ocupar cargos públicos,
libertad de expresión, variedad de fuentes de información y autonomía
asociativa. Sin embargo, el hecho de que estas democracias no son
representativas y no buscan manera de serlo, lo llevan a considerarlas
democracias delegativas (DD).
A nuestro modo de ver,
O'Donnell pareciera obviar que la respuesta dada por el constitucionalismo del
siglo XIX y de comienzos del siglo XX al desafío democrático, sólo fue el
establecimiento de un orden institucional que incorporó sólo de manera formal instituciones
democráticas que vieron empañadas su desempeño por la práctica del fraude
electoral o por otros mecanismos de imposición de la hegemonía política. En tal
sentido, podría decirse que las variadas formas de decisionismos que
han surgido durante el siglo XXI representan una reacción política legitima al
descredito que había sufrido en estos países la llamada democracia liberal.
Por otro lado, O'Donnell reconoce que
hablar de democracia representativa implica tomar en cuenta ciertas formas de
delegación del poder: Toda representación necesariamente conlleva un
elemento de delegación (O'Donnell; 1994:14) pero, a su vez,
dice: la representación trae consigo la rendición de cuentas (idem).
En otras palabras, de acuerdo con O'Donnell: La representación y la
rendición de cuentas llevan en sí la dimensión republicana de la democracia; la
existencia y la observancia de una meticulosa distinción entre intereses
públicos y privados de quienes ocupan cargos públicos (idem).
Esta rendición de cuentas en las
democracias institucionalizadas funciona no sólo de maneravertical (la
dimensión electoral), sino también en forma horizontal (red de
poderes autónomos). El problema que presentan las DD, es que la
rendición de cuenta horizontal se ejerce débilmente constituyendo una
inestabilidad institucional, y un frágil republicanismo que puede llevar a un
abuso de poder. El mismo abuso de poder y tergiversación de la
institucionalidad democrática que el orden conservador y oligárquico ha
utilizado históricamente a través de la llamada democracia liberal para negarle
presencia política a ciertos sectores (le faltó acotar a
O'Donnell). En palabras
del historiador chileno Luís Thieleman:
A los gobernantes y líderes de
izquierda son a los únicos a quienes se pide que cumplan a cabalidad los
preceptos del muy moderno republicanismo. Para el resto, la vara queda siempre
más baja. Siempre está la comprensión de los que parecieran saber mucho como es
el mundo, de los lazarillos de la ciencia social o económica, los que cuando se
comete un indefendible en nombre del capital y un buen clima para los negocios,
invocan sin tapujos el comodín de la realpolitik. (Thieleman; 2013).
De acuerdo con O'Donnell, en muchos
casos puede no observarse señales de amenaza de una regresión autoritaria,
aunque pudieran retroceder a gobiernos autoritarios si se atascan en una
situación de ineficiencia e incertidumbre. El elemento fundamental para una
transición democrática exitosa en estos regímenes es la construcción de sólidas
instituciones que se conviertan en punto de decisión importantes dentro del
flujo del poder político. En este sentido, afirma O'Donnell:
Para que se produzca tal
exitoso desenlace, las políticas gubernamentales y las estrategias políticas de
diversos agentes deben incorporar el reconocimiento de interés compartido, de
nivel superior, en la construcción de las instituciones democráticas. Los
casos exitosos han mostrado una coalición decisiva de líderes políticos con un
amplio respaldo, que prestan mucha atención a la creación y el fortalecimiento
de las instituciones políticas democráticas (O'Donnell; 1994: 56).
Por lo antes planteado, O'Donnell
pareciera apostar por aquellos modelos que entienden a la democracia en su
definición restringida como régimen político que permite la rotación electiva
de las élites políticas en el ejercicio de gobierno (partidocracias)
(Booser y Lerias: 1999). Por el contrario, el decisionismo transicional
democrático de un Chávez, de un Correa o un Evo Morales representan una
alternativa para reemplazar y/o fortalecer con formas de democracia directa,
participativa, protagónica, asambleísta y comunal, a esa ya desprestigiada
democraciapartidocrática, representativa y liberal con la que parece
identificarse O'Donnell.
Otro elemento que parece obviar
O'Donnell, es que en el caso de Venezuela, la lógica decisionista iniciada por
el presidente Chávez en la construcción del modelo de democracia participativa
y protagónica, sigue canalizándose a través del entramado institucional
representativo propio de una democracia liberal. La esfera pública (consejos
comunales, comunas, asambleas populares, consejos de trabajadores, sindicatos),
el parlamento, el sistema de partidos, la división de poderes, siguen siendo
los engranajes cruciales en la generación de representación política, aún
cuando puedan ser percibidos en ocasiones por el Poder Ejecutivo -en el
caso del sistema de partidos- como una presencia molesta que entorpece su liderazgo.
Sobre el poder que O'Donnell le
confiere a la sociedad y al sistema de partidos en las llamadas democracias
delegativas a la hora de imponer los límites (accountability)
entre democracia yautoritarismo, es claro que esto
dependerá del grado de convicciones democráticas de estos elementos.
Desafortunadamente, los comportamientos antidemocráticos no son de mera
exclusividad de los gobiernos en estos regímenes. En el caso de Venezuela otro
hecho que parece obviar O'Donnell-, el carácter antidemocrático del sector
opositor ha sido una constante desde 2002. En 2004 tras insistir en la
convocatoria a un referéndum revocatorio para lograr la salida de Hugo Chávez
del poder, la oposición venezolana se negó a reconocer su abrumadora derrota
(casi 20 puntos de diferencia), pese a que reconocidos organismos
internacionales como el Centro Carter y la OEA habían confirmado la
transparencia y pulcritud de los resultados. En 2005 ante el inminente y
aplastante triunfo del sector oficialista en las elecciones parlamentarias, el
sector opositor en un claro intento por deslegitimar a nivel internacional al
gobierno del presidente Chávez- decidió no presentarse a las elecciones a pesar
de que todas las exigencias ante el CNE le fueron concedidas. Amen, de su
participación en eventos como la huelga petrolera y el golpe de Estado de 2002
coprotagonizados por los partidos políticos, la alta jerarquía de la iglesia
católica, los medios de comunicación privados y varias ONG.
O'Donnell, obvia claramente en su
análisis, el componente anti-republicano y anti-institucional que en estos
regímenes pueden asumir los sectores de oposición (partidos políticos, medios
de comunicación, iglesia, poder empresarial, etc). No estaría de más que estos
analistas profundizarán más en sus consideraciones haciendo
investigaciones in situ, pues en la actualidad suele ser muy
frecuente el uso desproporcionado por parte de algunos analistas de ciertas
categorías (el caso del término decisionismo no parece ser una excepción). Esto
impide aprovechar las distinciones conceptuales a la hora de analizar el
ejercicio efectivo del poder por parte de algunos gobiernos en la región. En
este sentido, una tipología de diferentes tipos de decisionismo, creemos, se
hace necesaria, pues si bien es cierto que se pueden establecer paralelismos
entre las democracias delegativas (DD) propuestas por O'Donnell y ciertas
formas de decisionismos; no todo decisionismo como bien reconoce el propio
O'Donnell- deviene necesariamente en autoritarismo o dictadura (caso Chávez, Correa
o Evo Morales).
Javier Flax, en un trabajo
titulado El decisionismo revisitado. Un contrapunto entre los gobiernos
de Menen y Kirchner (2011a), propone una tipología de diferentes
formas de decisionismos, que bien puede darnos luces sobre cómo entender las
formas neodecisionistas que se desarrollan hoy en América Latina.
Partiendo de la distinción hecha por el propio Carl Schmitt entre una dictadura
comisarial, limitada y transicional, y una dictadura soberana e
ilimitada, Flax intenta establecer las necesarias distinciones entre el
decisionismo autoritario y dictatorial de Menen y el decisionismo transicional
democrático de Kirchner atendiendo las consecuencias políticas en el uso del
poder en ambos gobiernos. Reconoce que ambos gobiernos surgen a partir de
contextos de emergencia o excepcionalidad. Y, por lo que ya sabemos, la
concentración de poder en todas las formas de decisionismo se justifica a
partir del reconocimiento de una situación de emergencia o estado de excepción.
Flax se pregunta si la concentración del poder de ambos gobiernos se basa en
una excepcionalidad genuina, creada, exagerada, invocada o aprovechada legítima
o ilegítimamente. Asimismo, si tal concentración del poder tiene como fin
último la restitución o establecimiento de algún tipo de orden. En tal sentido,
afirma Flax:
Cabe preguntarse qué orden se quiere
establecer o restablecer para determinar la legitimidad de la
concentración provisoria del poder. En este sentido, cabe preguntarse además si
los aspectos formales o procedimentales son escindibles de los objetivos
sustantivos o si hay que aceptar las coordenadas orden/anarquía como los únicos
ejes de lo político, sin atender a las coordenadas libertad/opresión (Flax;
2011b:175).
Es claro, por lo planteado por Flax,
que la concentración del poder por parte del ejecutivo no constituye una
alternativa incompatible con la institucionalidad democrática. Si esta
concentración se realiza en el marco de una situación transicional en aras de
recuperar, ampliar o reforzar el Estado Constitucional de Derecho, bien sea
recuperando o ampliando derechos fundamentales, económicos, sociales y
culturales, así como civiles y políticos en términos de libertades políticas y
calidad institucional, tal concentración de poder por parte del ejecutivo
y la delegación legislativa correspondiente, no se pueden considerar un abuso
de poder, mucho menos autoritarismo (Flax, Ob. cit (a): 192).
En tal sentido, Flax distinguirá
entre lo que él denomina un decisionismo transicional -democrático,
compatible con el Estado de derecho y la democracia constitucional, y un decisionismo
dictatorial-autoritario, incompatible con el Estado de derecho y las
garantías constitucionales. Esta distinción es la que nos permitirá
deslindarnos de la rígida y reduccionista categorización empleada por O'Donnell
al referirse al decisionismo de Hugo Chávez en términos de autoritarismo.
II. Democracia participativa y
protagónica vs decisionismo transicional democrático. El decisionismo como
forma de poder delegado y sus límites en el fortalecimiento de la participación
protagónica ciudadana en la gestión colectiva de la sociedad.
En el caso de Venezuela, el debate en
torno al papel del Estado y la calidad de la democracia no se había limitado en
la década del 90 al ámbito académico de la ciencia política. En contra de las
tendencias que criticaban el desempeño tradicional del Estado, a partir de 1999
irrumpe en la escena política del país un nuevo modelo sistémico de Estado que
siguiendo a Flax (2011a)- podríamos denominar decisionismo transicional
democrático, impulsado por el Presidente Hugo Chávez y activado
institucionalmente con la Constitución de 1999 aprobada por el pueblo vía
referéndum.
Ciertamente, con la llegada de Hugo
Chávez al poder en 1998 se producen en Venezuela un conjunto de
transformaciones orientadas a la construcción de un nuevo modelo de Estado. El
contexto de la crisis de gobernabilidad y convulsión social que imperaba en
aquel entonces exigía tomar medidas excepcionales y concentrar al máximo el
poder de decisión para acelerar la ineludible transformación de un Estado que
se mostraba ineficiente e incapaz de satisfacer las demandas de la población.
En nombre de una situación extrema o de excepcionalidad, que requería
respuestas inmediatas que no podían retrasarse por los tiempos deliberativos
del parlamento, se produjo una transferencia de las facultades de los
poderes para legislar del parlamento hacia el Poder Ejecutivo (Ley
Habilitante). Esta concentración de poder permitió impulsar un nuevo
proyecto de democracia, que en su dimensión social, constituye una novedosa
manera de afrontar los graves problemas de exclusión e injusticia social que la
democracia representativa puntofijista no había podido resolver.
La búsqueda de soluciones se centró
en la posibilidad de ampliar los espacios de la democracia representativa hacia
un nuevo modelo de democracia que hoy se conoce con el nombre dedemocracia
participativa y protagónica. En respuesta a las demandas de justica social,
inclusión y de participación colectica, en Venezuela se han impulsado y
promovido formas de organización popular (consejos comunales, comunas,
asambleas ciudadanas, consejos de trabajadores) que han incrementado
significativamente la participación y politización de sectores de la población
que históricamente habían estado excluidos en la democracia representativa
puntofijista. En este sentido, la ampliación de derechos políticos y civiles ha
permitido empoderar a sectores ignorados en gran medida por las élites
políticas en el pasado, y que hoy luchan por tener mayor incidencia en las
tomas de decisiones gubernamentales.
Estas formas de democracia directa
son propuestas como instancias paralelas y superiores a la de la democracia
representativa de cuño liberal. Desde 2007 cuando el proceso bolivariano se
radicaliza hacia el llamado socialismo del siglo XXI empieza a asociarse la
democracia participativa y protagónica con el Poder Popular que se expresa a
través del Poder Comunal. Esta nueva forma de entender la democracia ha
generado candentes debates entre los teóricos, pues si bien algunos la
consideran una forma superior a la democracia liberal-representativa e
incompatible con ella, otros, sin embargo, apuestan por la posibilidad de
integrarlas.
En todo caso, desde 1999 la
delegación legislativa expresada en la aprobación por parte de la Asamblea
Nacional de Leyes Habilitantes al presidente Hugo Chávez ha permitido
significativos avances en la ampliación de los derechos políticos, económicos
sociales y culturales en Venezuela. Las políticas de inclusión impulsadas
gracias al ejercicio decisionista del presidente Hugo Chávez han permitido
superar muchas de las promesas incumplidas que en materia de estos derechos la
democracia liberal-representativa-puntofijista usufructuó a la mayoría de los
venezolanos durante 40 años de partidocracia. Como bien afirma, De La Torre:
El problema es que muchos críticos
refiriéndose a los nuevos liderazgos decisionistas en el continente- lo ven
únicamente como un peligro, descuidando el análisis de sus rasgos
democratizadores y que en su afán de frenarlo idealizan las características de
las democracias donde surgieron. Es así que muchos críticos del chavismo,
del correísmo y del eveísmo se olvidan que
las democracias en las que emergieron estos liderazgos fueron excluyentes y que
tuvieron elementos autoritarios (De La Torre; 2009: 36).
La articulación de nuevos canales
institucionales (consejos comunales, comunas, asambleas de ciudadanos, consejos
de trabajadores) ha permitido superar las limitaciones propias del modelo
representativo permitiendo la movilización de un número sin precedentes de
venezolanos, que junto a la incorporación de sectores históricamente excluidos
y su resultante sentido de empoderamiento, constituyen un importantísimo paso
en la ampliación del Estado democrático social de derecho y de justicia tal
como lo define el artículo 2 de la Constitución. (Ellner; 2010).
Ciertamente el modelo
decisionista ensayado en Venezuela contrasta radicalmente con las democracias
representativas características de la región, cuyos lineamientos generales se
orientan por la ideología neoliberal que es actualmente hegemónica en el
sistema capitalista mundial. Sin embargo, la dimensión social del
proyecto bolivariano constituye una novedosa y creativa manera en América
Latina de afrontar los graves problemas de exclusión e injusticia social que
confrontan estas sociedades (Maya López, Margarita: 2004).
Esta diferencia en la manera cómo se
asume la responsabilidad del Estado en materia de derechos fundamentales,
permite explicar la búsqueda en Venezuela de una opción más sustantiva de
democracia que supere a la contractualista, formal y procedimental manera de
entender la democracia en muchos países del continente. En este sentido, el
decisionismo transicional democrático ensayado en Venezuela ha estado orientado
a promover, impulsar y ampliar el principio constitucional del protagonismo del
pueblo en la toma de decisiones. Es indudable, que esto exige un
desmantelamiento del entramado institucional de la democracia partidocrática,
representativa y liberal que encorsetaba constitucionalmente la iniciativa
popular, haciéndola inoperante. Y, aquí, podría decirse, que todavía existe una
enorme deuda por saldar.
Ahora bien, más allá del indiscutible
papel protagónico jugado por el presidente Chávez en la consolidación de estos
espacios democráticos de participación e inclusión ciudadana, cabría
preguntarse -ya a 14 años de haberse iniciado este proceso de cambios y
parafraseando un poco a varios de los autores consultados-:
¿Estamos condenados a formas
delegativas y decisionistas de democracia como las ensayadas hoy en Venezuela
con la revolución bolivariana? (Flax, 2002).
¿El carácter transicional del modelo
decisionista democrático ensayado en Venezuela tenderá a extinguirse cuando
desaparezcan las resistencias al cambio y se consoliden las nuevas reglas de
juego en la sociedad -junto con las nuevas formas de organización popular
(comunas)-, o es un modelo que vino para quedarse? (Novaro, 2011);
¿La excepcionalidad ha devenido hoy
en norma para convertirse en la regla de funcionamiento de la democracia en
Venezuela? (Agamben, 2004, citado por Baldioli-Leiras, 2010),
Si como bien hemos visto, no todo
decisionismo es autoritario y antidemocrático, en el caso de Venezuela cabría
preguntarse si el modelo decisionista transicional democrático ensayado
hasta ahora constituye una alternativa real en la profundización de la
participación protagónica ciudadana en la gestión colectiva de la sociedad -tal
como lo establece la Constitución del 99-, o si por el contario, constituye una
forma más de democracia delegativa que impide el protagonismo ciudadano (por
ejemplo, en materia de legislación y control de las instituciones).
Si se trata de concebir a esta forma
de decisionismo como una forma de gobernar más allá de la
excepcionalidad, la concentración ilimitada de poder por parte del ejecutivo se
convierte en una clara usurpación de la soberanía popular. Es decir, la
soberanía va más allá de las leyes o el protagonismo del pueblo, y la autoridad
del líder (Presidente) termina convertida en la fuente de toda ley: Autoritas,
non veritas, facit legem (La autoridad, no la verdad, hace la ley)
diría Schmitt, citando a Hobbes.
En el marco de una democracia
participativa y protagónica la soberanía reside intransferiblemente en
el pueblo, quien la ejerce directamente en la forma prevista por esta
Constitución y en la ley (art. 5 de la Constitución de la República
Bolivariana de Venezuela). En este sentido, si bien el poder para legislar por
parte del Ejecutivo no es incompatible con el Estado de Derecho (el art. 203 de
la Constitución le confiere al Presidente la facultad para legislar a través
de Leyes Habilitantes) y con la democracia constitucional (pues,
tendría una legalidad persistente, así como, una legitimidad democrática
avalada por el voto popular), puede, no obstante, convertirse en un
serio obstáculo en la profundización de la participación protagónica de los
ciudadanos en la gestión colectiva de la sociedad (democracia
participativa y protagónica).
Es sabido, que en los modelos
decisionistas, en una constante invocación a la excepcionalidad, se exige la
necesidad de contar con poderes extraordinarios para gobernar. El poder
legislativo y, el pueblo- delega sus facultades al Poder Ejecutivo en forma
de leyes habilitantes o de emergencia de amplio contenido y
considerable duración. Y, en un acto plebiscitario constante el pueblo es
consultado para que de su aprobación sobre el contenido de estas leyes. Se
pierde de esta manera la posibilidad de que el pueblo legisle (art. 204,
numeral 7) y asuma protagónicamente la gestión colectiva de la sociedad. En el
caso de Venezuela, si bien esta delegación al Poder Ejecutivo para que
legisle ha devenido en la ampliación de derechos fundamentales en materia
económica, social y cultural, postergados u olvidados en el marco de la
democracia representativa implementada durante la llamada IV República; se hace
evidente que toda forma de decisionismo o delegación pasiva del poder atenta
contra toda forma de protagonismo popular.
A partir de lo expuesto, resultaría
difícil no comprender el peligro que puede representar la tendencia a extender
en el tiempo y ampliar en su alcance el ejercicio decisionista del Poder
Ejecutivo. La acumulación excesiva de poder por parte del Poder Ejecutivo y el
protagonismo absoluto que ha adquirido la figura del Presidente a través de la
delegación parlamentaria (vía Ley Habilitante)** no se corresponde con los
esquemas propuestos por la democracia participativa y protagónica, donde
la implicación directa de los ciudadanos en la definición de
las leyes y políticas públicas es determinante. Si bien es indudable que se ha
incrementado la participación ciudadana y garantizado derechos a sectores
históricamente excluidos estos avances podrían verse afectado por la ausencia
de mecanismos de control capaces de limitar la acumulación desmedida de poder
por parte del Poder Ejecutivo (sobre todo a la hora de legislar). Como bien
afirma Iazzetta:
En esta dramáticas circunstancias
descubrimos que la democracia no es sólo un régimen que garantiza elecciones y
derechos ciudadanos, sino también () un sistema de gobierno que se válida ante
la sociedad ofreciendo respuestas a sus problemas acuciantes. Ello crea a su
vez una situación dilemática, pues la concentración de recursos de autoridad
que resulta necesaria para salvar a la democracia en un momento puede en otro
convertirse en un obstáculo para perfeccionarla (Iazzetta; 2007, págs. 154-155, citado por
Flax, 2011a: 191).
Ricardo Chirinos Bossio
(*) Cabe destacar que el más
importante teórico del decisionismo político y jurídico contemporáneo y, quien
acuña el término por primera vez- es Carl Schmitt. Para
Schmitt, en situaciones de crisis (Estado de Excepción) es el presidente
no el tribunal supremo como pretendían los liberales- quien debe convertirse en
el defensor e intérprete último de la Constitución. Como buen republicano
antiliberal, creía que la única manera de salvar a la república en períodos de
crisis era imponiéndole límites a la pretensión del modelo liberal de dividir
constitucionalmente el poder absoluto del Estado.
(**) En el caso de la Ley Habilitante
que pretende otorgársele al presidente Maduro para que legisle en materia de
lucha contra la corrupción, se le estaría negando nuevamente la posibilidad al
Poder Popular para que asuma protagónicamente el ejercicio
pleno de la soberanía en la lucha contra este flagelo que amenaza con erosionar
las ya decadentes instituciones burguesas heredadas de la democracia
representativa puntofijista. Por otro lado, que mejor manera de recuperar,
ampliar y reforzar el Estado Constitucional de Derecho, que
garantizando sustantivamente (no de una manera meramente formal,
como hasta ahora se ha asumido) el derecho a ejercer protagónicamente la
soberanía popular a trabajadores, campesinos, comunidades organizadas,
estudiantes, indígenas, etc., en materia de legislación y control de las
instituciones.
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